viernes, abril 19, 2024
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Cubanos condenados a decir adiós a la ilusión y la espontaneidad

El daño antropológico que el Gobierno de Fidel Castro ha hecho a los cubanos es incalculable. Los líderes de masas son expertos manipuladores, encantadores de serpientes

Por IVÁN GARCÍA

Los rayos del sol aún no asomaban en el horizonte, cuando Dainier, 10 años, estudiante de quinto grado en una escuela primaria al sureste de La Habana, con una pequeña mochila y dos pomos plásticos de agua congelada, acompañaba a sus padres a la Plaza de la Revolución para participar en la marcha del pueblo combatiente y después ver el desfile militar por el 60 aniversario de la fundación de las fuerzas armadas.

Sentados en un contén de la acera de la calle Paseo, desayunaron pan con tortilla que ya estaba tiesa y un vaso de refresco. Aunque las autoridades no han ofrecido el estimado de personas que asistieron, a Dainier le parecieron cientos de miles. “Me imaginaba un desfile militar con tanques, cohetes, aviones y helicópteros. Pero solo habían soldados, milicianos y gente”, comenta decepcionado.

Sus padres, al igual que el resto de los presentes, no fueron convocados a punta de pistola o de manera forzada. Los métodos en la Cuba de Raúl Castro son más sutiles. “Antes de salir de las vacaciones de fin de año, en la escuela de mi hijo la maestra les pidió redactar una composición sobre su experiencia en el desfile. Si no lo hubiera traído de qué manera el niño iba hacer ese trabajo de clase”, se pregunta Julián, el padre del chico.

Julián no asistió obligado ni acudió por lealtad a Fidel Castro. Probablemente hubiera deseado dormir hasta las nueve de la mañana. “Pero tengo un cargo importante… Y en caso de no asistir por causas injustificadas me señalo, tú sabes cómo es eso”, dice y se encoge los hombros.

Cada vez menos, las empresas y escuelas presionan para que empleados y estudiantes asistan a las concentraciones públicas. En los años de la Cuba soviética, escuchar íntegramente un discurso de cuatro horas y media de Fidel Castro, cortar caña o participar en trabajos voluntarios, además de recibir un diploma o una medalla de hojalata, te valía para ingresar en el sorteo del sindicato estatal, cuando repartiera ventiladores, lavadoras y televisores rusos o un apartamento de microbrigada.

Ahora los resortes son otros. Una merienda, en el caso de la estatal ETECSA, que luego los que asisten pueden venderla en 20 pesos cubanos, o simplemente porque un segmento importante de cubanos actúa como zombis y prefieren simular apoyo a un Gobierno que en los últimos 27 años no ha sido capaz de beneficiar a los trabajadores.

En Cuba, el que trabaja para el Estado sin robar ni malversar es, junto a los pensionados, de los que peor viven. La inflación bestial derrite sus salarios de risa en una ristra de cebolla y diez libras de carne de cerdo.

Pero en la Isla todavía pesan los símbolos revolucionarios. Los medios oficiales se aferran a ellos para camuflar el desastre. Celebrar la Nochebuena y Navidad se considera una costumbre ‘pequeño burguesa’. Solo existe espacio para la narrativa verde olivo.

Ésas y otras celebraciones cristianas del mundo occidental el régimen las permite, pero con el ceño fruncido. Su leyenda es otra. Si existe Dios, pues entonces la revolución cubana tiene a Fidel Castro.

No hacen falta museos, calles con su nombre, ni se corre el riesgo que en tiempos difíciles sean derribadas estatuas por sus adversarios. Fidel está en el éter. Es omnipresente.

Fue el artífice de la ganadería, el que nos enseñó a leer, escribir y pensar. El deportista en jefe. Igual era Santa Claus, cuando repartía cinco cajas de cerveza o una lata de jamón del diablo por la cartilla de racionamiento para fiestas o bodas, que un “Rey Mago”, cuando en julio ofrecía tres juguetes a los menores de 12 años.

Fidel Castro intentó sepultar las tradiciones. Proscribir las ilusiones. Dainier, de 10 años, es un ejemplo. Nunca ha creído en la fábula de los Reyes Magos. Sus padres, en la víspera del Día de Reyes, jamás le pusieron juguetes debajo de la cama.

“Cuando quiero un juguete, si mis padres tienen dinero, vamos al centro comercial de Carlos III o el del Comodoro y lo compramos. Hay alumnos de mi escuela que a mi edad todavía creen en los Reyes Magos. Pero yo no”, apunta Dainier al regreso de la Plaza de la Revolución.

El daño antropológico que el Gobierno de Fidel Castro ha hecho a los cubanos es incalculable. Cuando en algún momento evaluemos objetivamente sus efectos, observaremos y nos percataremos de su dimensión.

No debemos tener sentimientos de culpa o creer que fuimos unos idiotas. Los líderes de masas son expertos manipuladores, encantadores de serpientes. Ciudadanos tan racionales como los alemanes también aplaudieron a un tramposo. En su delirio y egocentrismo, Fidel Castro pretendió demoler los cimientos culturales y las tradiciones de la nación.

Una mañana de enero de 1960, en una avioneta del Ejército Rebelde, lanzó caramelos y juguetes a niños pobres de la serranía que jamás los habían tenido. En otra ocasión, en los bajos del antiguo Radiocentro, hoy cine Yara, en el corazón del Vedado, junto a Ernesto Che Guevara y Juan Almeida, se vistieron de Reyes Magos y repartieron juguetes.

El mensaje era puntual: ahora la tradición somos nosotros. Fidel Castro secuestró costumbres y cambió a placer fechas de festividades como los carnavales de La Habana. En su afán de abarcarlo todo, arruinó el país.

Mató la ilusión y espontaneidad en niños y adultos. Ni siquiera proponiéndoselo, una persona puede provocar tantos destrozos. Fidel pudo.

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