Cuando era pequeño, el asma estuvo presente en mi vida durante varios años. Recuerdo que mi abuela no me dejaba salir de casa si apenas estaba nublado; también tenía que andar con zapatos y medias gruesas aunque todos los niños del barrio corrieran descalzos por los terraplenes llenos de charcos, donde se podía experimentar el placer de sentir el fango atravesando los dedos de los pies.
ELIÉCER ÁVILA
La Habana
Abrigos, frazadas y mosquiteros no lograron que mejorara mi condición de salud. Sin embargo, un profesor de deportes sí logró el milagro no solo de una mejoría, sino de la cura definitiva de este padecimiento que martirizó casi toda mi infancia.
En contra de la opinión de mis allegados, el entonces estudiante de Cultura Física que para nosotros siempre sería Loriet, nos enseñó a un grupo de adolescentes de séptimo grado que «el cuerpo y el espíritu pueden ser moldeados por una fuerza superior a todas las enfermedades o limitaciones, una fuerza transformadora y descomunal, llamada voluntad». Al principio esas palabras sonaban extrañas y distantes para nosotros. Solo años después entendimos su significado.
Comencé los entrenamientos de taekwondo ahogándome cada vez que corría 20 metros o hacía 10 planchas. Al no poder respirar miraba hacia todos lados para acercarme a la persona que más cerca estuviera, supongo que en busca de algún apoyo para sentirme más seguro. En alguna ocasión, hubo quien recriminó al profe diciendo: «¿Usted no ve que este niño está morado?». Sin embargo, Loriet no mostraba la mínima lástima o preocupación, por lo menos de forma visible. Solía decirme más bien: «Ninguno de ellos te puede ayudar, solo lo puedes lograr tú mismo, el problema es tuyo y tienes la opción de superarlo, pero tienes que trabajar duro, aprender a respirar, a recuperarte sin ceder y continuar avanzando. Te prometo que esto no durará para siempre». ¡Y así fue!
Al cabo de dos años, mi salud dio un cambio radical. Podía soportar tardes enteras de entrenamientos y combates, sumé la práctica de pesas con el profesor Mario (el fuerte) e incluso participé en algunas competencias municipales de ambas disciplinas. Para la llegada del chequeo médico del «verde», como se le dice al Servicio Militar Obligatorio, ya nadie se acordaba de mis noches en terapia intensiva desayunando, almorzando y comiendo aerosol con hidrocortisona. Pasé cada prueba y se me dio la condición de «Apto 1», o sea totalmente listo para los rigores de la preparación militar, que por suerte me fue conmutada en su mayor parte por la «misión» de enseñar física y matemática en un preuniversitario, dada la falta de profesores que la provincia experimentaba y mis notables resultados docentes.
Luego seguí practicando ocasionalmente el taekwondo, incluso en la universidad. No gané muchas peleas en competencia, pero siempre me sentí orgulloso de haber vencido mi propia vulnerabilidad natural.
Hago un poco de mi propia historia para hablar de algo mucho más importante que no concierne solo a mí, sino a todos los cubanos nacidos en la Isla después del 59. Me refiero al falso paternalismo que todavía hoy sigue asumiendo el Gobierno con el pretexto de protegernos, cuando en realidad nos priva de la posibilidad de explotar nuestras fuerzas individuales y, en su conjunto, como nación.
Desde hace cuatro generaciones, llevamos puesto un paraguas contra la propaganda extranjera, un abrigo para evitar las desviaciones ideológicas, unas medias anticonsumismo, unas gafas a prueba de información diversa y un potente aerosol que mata cualquier germen de creatividad personal o inspiración para el emprendimiento.
Aún hoy, cuando los tiempos han cambiado, el mundo ha cambiado, la gente ha cambiado, todavía aparece en la televisión una joven periodista alertándonos de los «graves peligros» que traen consigo las «llamadas sociedades interconectadas», como la «pérdida de privacidad» o «la enajenación provocada por el juego Pokemon Go», cuando la inmensa mayoría de los cubanos no han podido acceder ni a un teléfono fijo.
Nada es más aconsejable para manejar cualquier herramienta que usarla de manera natural y cotidiana. La falta de práctica de nuestros ciudadanos respecto a los elementos básicos que caracterizan a las sociedades modernas es visible en la conducta que asumimos al vernos expuestos a un entorno donde se requiera el mínimo esfuerzo personal para encontrar soluciones o respuestas por nosotros mismos. Simplemente, no estamos acostumbrados a resolver nuestros problemas sin depender de algo o de alguien.
Durante mi último abordaje de un avión en el aeropuerto José Martí de La Habana, observé detenidamente la conducta de varias personas, especialmente de los que debían tener entre 50 y 60 años de edad. Cubanos que apuesto tenían algún título universitario eran incapaces de interpretar los carteles, señales o indicaciones de cualquier tipo en el aeropuerto o dentro del avión. Ante la simple cuestión de buscar una puerta de embarque o un asiento identificado por un número, la reacción primaria no era intentar entender los símbolos y señales, sino que optaban por preguntar constantemente hasta el mínimo detalle, esgrimiendo el argumento más fácil para su inseguridad: «Es que yo no estoy acostumbrado a estas cosas».
Algo muy distinto me llamó la atención cuando salí por primera vez de Cuba y conviví cuatro meses entre europeos. Allí la gente pasaba varios minutos frente a un mapa en una estación de tren o configurando una aplicación móvil que le ofreciera la información que necesitaba, pero rarísima vez cedía sin esforzarse primero a la tentación de preguntar o quejarse. Esa actitud de facilista despistado es muy mal vista en general y, por el contrario, existe un respeto o casi un culto a la capacidad de gestión propia, a la iniciativa y el talento para desenvolverse con soltura en cualquier circunstancia. Pues allá y en otras partes del mundo (casualmente las más desarrolladas) es la autonomía y no la dependencia lo que se ha instaurado como valor en la sociedad.
No es raro ver a tres adolescentes francesas desembarcar cómodamente en Latinoamérica con un mapa y sus mochilas, en franco contraste con un ingeniero cubano que aterriza en París y si no lo van a recoger se puede morir de frío sin atreverse a interpretar el sistema de metro por sí mismo.
Pudiera citar miles de ejemplos cotidianos de cómo se manifiesta nuestra personalidad dependiente, pero lo esencial de la reflexión que deseo compartir está en que no es un cambio de sistema lo que va a traer en Cuba un cambio de actitud en los ciudadanos y, por ende, una mejor y más próspera sociedad, sino al revés: sin un cambio en las personas, en sus expectativas, valores y comportamientos, no podrá ser superado jamás el sistema y sus efectos. Porque el sistema no se constituye solo de un Gobierno y un paquete de leyes, sino que consiste en el conjunto de creencias, mitos, esquemas y conductas que asumimos a diario aceptando y resignándonos a padecer como crónica una enfermedad que puede ser superada con un mínimo de riesgo y esfuerzo individual de cada uno de nosotros.
Un sistema político totalitario y represivo puede asfixiar a una sociedad como el asma a nuestros pulmones. Si nos despojamos de los abrigos, las medias gruesas y los mosquiteros de los que dependemos y salimos a correr, a descubrir y enfrentar nuestros obstáculos, seguramente descubriremos lo increíble y maravilloso que se siente poder respirar profundamente todo ese oxígeno que siempre estuvo ahí, esperándonos.