No deja de ser tragicómica la visita de las representantes de Personas por el Trato Ético a los Animales (PETA). Como casi todos los norteamericanos que visitan la isla, no tienen ni la más remota idea del vegetarianismo involuntario
Leyendo el artículo de Frank Correa «Comer carne y pescado en Cuba», publicado en Diario de Cuba, recordé mis primeras horas en tierras norteamericanas, y la fuerza de los traumas que muchos cubanos tenemos, y de los cuales ni cuenta nos damos.
El día de mi llegada, la familia en Miami —numerosa, más de 50 personas— había organizado una gran fiesta en casa de un pariente en la zona de Homestead, al sur del condado. Habían comprado de todo para comer y beber. El bacanal comenzó al caer la tarde. Al filo de la media noche, todo el mundo estaba bien comido y bebido. Cubano recién llegado quien escribe, jamás había visto tal cantidad de carne de res junta. Entonces y sin que nadie se percatara, un gato de mi pariente se sube a una de las mesas, trinca un trozo de carne y con la sobra en la boca se va a un rincón. Salté furioso sobre el gato con algo que tomé de la mesa, y traté de ahuyentarlo. De pronto, todos reían. Y alguien me dijo que dejara al pobre animal comerse el pedacito de carne.
A los pocos días, los hombres y niños de la familia organizaron un juego de pelota en un parque de la ciudad. La idea era pasar la tarde jugando, y otra vez, comer y beber algo ligero. Un familiar había comprado unas hamburguesas —me parecieron enormes—, chorizos y unas alitas de pollo —entonces no sabía cuánto pueden gustar acá. Los familiares pusieron los relojes y las carteras en una mesa al lado. Encendieron la barbacoa y colocaron las carnes sobre las brasas. Cuando el juego estaba más emocionante, una de esas repentinas lluvias tropicales cayó sobre el parque. Todo el mundo corrió a salvar sus relojes, teléfonos y carteras. ¿A dónde fue el cubano recién llegado? Por supuesto, a tapar las carnes con su propio cuerpo, sin importar que el reloj, el teléfono o la cartera se estropearan.
Estoy casi seguro que de ese tipo de historias habrá miles en esta y otras ciudades a donde hemos emigrado. Y también habrá no cubanos que no lo entiendan, o digan que en otros lugares como África o Latinoamérica comerse un pedazo de carne de res es un sueño. Para los cubanos que hemos vivido suficiente, esos cuentos enseñan mejor que una docta conferencia el fracaso de un régimen para dar acceso a una alimentación variada y sobre todo, libre: que la persona pueda comer lo que quiera, cuando quiera y cuando su bolsillo lo permita. Como me dijo un señor en una cola de la bodega hace muchos años en Cuba: los seres humanos comen lo que les gusta y lo que quieren; los animales comen lo que les echan.
El caso de la carne de res en la llamada Cuba revolucionaria, merecería todo un ensayo, aunque parezca broma. En las ausencias de la «carne» y la leche se reflejan, como pocos, los fracasos de toda la economía socialista. Cuba llegó a tener en los años 50 casi tantas cabezas de ganado como población. Y todavía en la década de los 60 y 70 recuerdo que «daban por la libreta» media libra de carne cada nueve días; un cubano todavía podía identificar la de «primera» o de «segunda». La obsesión del régimen con la ganadería —Rosafé, Tauro, los F-1, el Plan Niña Bonita—, y la promesa de que nos convertiríamos en exportadores de carne y productos lácteos a Europa, fue parte del trauma inercial.
¿Cuándo la carne comenzó a ser un artículo de lujo, «prohibido»? Recuerdo que en la beca ocurrió el primer enroque alimentario: como en las escuelas daban «carne», nuestras familias debían renunciar a la «novena» de res que nos pertenecía en los hogares. Poco después vino la trasmutación de la carne por pollo o por pescado: al cuero de las vacas le salieron plumas y escamas. Y así, en medio de tanto desorden y desapariciones forzadas, emergieron los primeros «matarifes»: carniceros furtivos capaces de descuartizar una vaca en minutos, a veces ayudados por los propios dueños, a quienes se les prohibía disponer de su ganado. Inventaron tirar las reses a las líneas del tren, para que parecieran suicidios vacunos; entonces el régimen lo tipificó como asesinato, al punto de que matar una res en Cuba lleva a una pena mayor que la de un homicidio. Nada tan real e ilustrativo como un chiste de esa época: el huevo y la carne huyen de las autoridades por toda La Habana. El huevo le dice a la carne, con desesperación: «¡Vamos a escondernos, que ahí viene la policía!». Y la carne, tranquila, le responde al huevo: «Escóndete tú, que a mí nadie me conoce».
El ultimo «invento» del régimen sobre la carne de res ocurrió durante y después del mal llamado Período Especial: el «picadillo extendido o texturizado», una mezcla de soja con carne de «primera» (sic), cuyo olor y aspecto era rechazado hasta por los perros callejeros. Y hablando de calle, por aquellos días por poco hay que declarar al gato vagabundo —incluso, el doméstico— animal en peligro de extinción. De esos tristes momentos son timos como el «bistec de frazada de piso» o el «picadillo de cáscara de plátano».
Por eso no deja de ser tragicómica la visita de las «mujeres lechuga», representantes de Personas por el Trato Ético a los Animales (PETA, por sus siglas en inglés). Como casi todos los norteamericanos y europeos que visitan la Isla, su despiste es tal que no tienen ni la más remota idea del nivel de vegetarianismo involuntario que acusan casi todos allí. Tampoco se explicarían por qué muchos cubanos engordan 20 libras como mínimo al llegar al extranjero, y muy pocos logran bajarlas. Por qué a su paso por las calles habaneras, como muy bien enseñan las fotos, los habaneros estaban más interesados en las mensajeras que en el mensaje. Por qué en esa isla fértil y de clima tan estable, la anorexia-bulimia es una rareza clínica y la ausencia del «vasito de leche», la evidencia más incriminadora.
FUENTE: DIARIO DE CUBA/FRANCISCO ALMAGRO DOMÍNGUEZ