viernes, abril 19, 2024
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La opción es muy clara «Hillary Clinton para la presidencia de EEUU»

Aclaremos de lo que no se trata esta elección presidencial del 2016:

No es sobre elegir entre un mal candidato y uno peor. La afirmación de que Hillary Clinton es el menor de dos males es errónea. Clinton es una mujer pragmática y decidida, de firme convicción política, con un demostrado dominio de la política. Políticamente ha cometido errores. Pero Donald Trump es un ser humano con graves problemas.

No se trata de un renegado divertido que la emprende contra la elite política. Esa fue Sarah Palin contra Joe Biden en el 2008. No, Trump es la elite, alguien que usa una retórica para exaltar a gente frustrada y asustada con una campaña de odio y xenofobia.

Clinton ha usado su condición de miembro de la clase política para trabajar incansablemente por los desposeídos, aquí y en todo el mundo. No ha ganado todas las batallas, pero combate en nombre de la igualdad y la democracia.

No es sobre Bill Clinton, quien no está aspirando a la presidencia.

Es mucho más importante para los estadounidenses entender de qué se trata la elección del 2016: nuestros valores, nuestra identidad nacional y hasta el poder duradero de la Constitución están cuestionados y en juego. Los estadounidenses deberán responder una pregunta: ¿quiénes somos?

Y Hillary Clinton es la mejor persona en esta contienda para llevarnos a una definición de la que podamos estar orgullosos. Hillary protegerá los mejores intereses de esta nación, su puesto en el escenario mundial y hasta la propia democracia.

Como hemos dicho durante la campaña, Clinton no está libre de errores. Ha tardado en reconocerlos, como en la controversia de los correos electrónicos. En ese caso, como en otros, ha mostrado una tendencia a ser sigilosa y una desafortunada tendencia a restar importancia a críticas legítimas por considerarlas poco informadas o mal intencionadas.

Pero lo que sí ofrece es un verdadero historial de logros y una disposición a asumir retos difíciles. A lo largo de su carrera, Clinton ha sido una líder, no una seguidora. No ha ganado todas sus batallas políticas, sobre todo al inicio de la administración de su esposo, al no conseguir reformar el sector de los servicios médicos. Pero en ese caso, como en tantos otros, ha tenido el coraje de decir las cosas como son, como cuando declaró en Beijing en 1995 que los derechos de las mujeres son derechos humanos.

Ha peleado por las causas justas. Fue pionera en señalar la necesidad de acabar con la violencia de las armas de fuego y de proteger el planeta contra los cambios climáticos. Ha abogado toda su vida a favor de los niños y las familias, y ha propugnado el Programa de Seguro de Salud de los Niños que cubre ahora a millones de niños de bajos ingresos.

Como senadora de Nueva York, Clinton entró a la Comisión de Servicios Armados, e hizo su trabajo lo suficientemente bien como para ganarse el respeto de expertos legislativos sobre las fuerzas armadas y la seguridad nacional tales como el senador John McCain, el héroe de Vietnam a quien Trump denigró temprano en su campaña. Fue una legisladora seria, alerta y productiva, y mostró una sorprendente habilidad para la colaboración bipartidista, la cual le servirá de mucho en la Casa Blanca cuando tenga que trabajar con el Congreso para superar su estancamiento. Tuvo éxito en su lucha por conceder beneficios plenos a los rescatistas del 9/11 y a las familias de los sobrevivientes, acumulando un historial legislativo que se ganó a los escépticos en Nueva York, quienes la habían tildado antes de advenediza.

Su indomable determinación y su energía inagotable –eso se llama vigor, señor Trump– estuvieron a la vista cuando, como secretaria de Estado, dio la vuelta al mundo para reparar la imagen y la reputación de Estados Unidos tanto entre amigos como entre enemigos, luego de un difícil período durante la administración anterior. Sus esfuerzos por imponer sanciones a Irán y empujar a ese país a negociar su programa nuclear han hecho del mundo un lugar más seguro.

Aunque no consiguió mejorar las relaciones con Rusia, nunca se hizo ilusiones falsas sobre las intenciones de Moscú, ni coqueteó con Vladimir Putin de la manera desvergonzada en que lo ha hecho Trump. Ella sabe quiénes son los aliados y los enemigos de Estados Unidos. Trump, a juzgar por sus declaraciones, no tiene la menor idea.

Clinton entiende la urgencia del cambio climático, y como destacó su reciente visita a Miami con el ex vicepresidente Al Gore, sabe que el Sur de la Florida es la Zona Cero para los estragos del aumento del nivel del mar. Más importante, Clinton ha trazado un plan de varias fases para combatir el problema. Por cierto, Trump ha dicho que el cambio climático es una mentira.

La presidencia de Clinton significaría continuar la nueva apertura diplomática hacia Cuba, iniciada por el presidente Obama, pero probablemente Clinton sería más exigente al presionar al gobierno de Castro para que muestre ejemplos concretos de reformas de derechos humanos antes de que Estados Unidos haga más concesiones. El hecho de que la Latin Builders Association (LBA) haya respaldado a Clinton –la primera vez que ha apoyado a un demócrata para la presidencia– es revelador. Como señaló el presidente de la LBA, Alex Lastra, el presidente de Estados Unidos debe “tener el temperamento correcto, un buen juicio, conocimiento de asuntos nacionales e internacionales, y la habilidad de unir a la gente, independientemente de su afiliación política. Está claro, que en esta elección, la candidata cuyos valores mejor se asemejan a los de la LBA y quien posee estas importantes cualidades es Hillary Clinton”.

Clinton probablemente sería severa con el gobierno chavista del presidente venezolano Nicolás Maduro. Exigiría más reformas civiles.

En Haití, un gobierno de Clinton probablemente beneficiaría al devastado país, azotado este mes por un huracán y que todavía se recupera del peor terremoto de su historia. Reconstruir Haití no es una tarea fácil, pero Clinton tiene experiencia en lo que ha funcionado después del sismo para reconstruir el país. Esa experiencia es importante.

Clinton ha sido una firme defensora del Estado judío. En el Senado, apoyó el derecho de Israel a construir un muro de seguridad y respaldó medidas para bloquear la ayuda exterior a Hamas. Como secretaria de Estado, afirmó que si Irán lanzara un ataque nuclear contra Israel, daría lugar a “una represalia masiva de Estados Unidos”. Israel tendría una amiga con Clinton en la Casa Blanca.

Los deméritos de Trump están bien documentados, en los medios impresos, en video, en los debates.

El multimillonario candidato republicano es un jactancioso ególatra que no tiene un historial de servicio público ni está familiarizado con los temas del momento. Claramente carece de convicciones políticas.

Es la estrella de un reality show inventado por él mismo, una parodia de un verdadero debate político. Es el maestro de ceremonias de un circo que trata de ocultar su falta de seriedad a base de confiar en lo entretenido de sus insultos, exageraciones y promesas completamente vacías de credibilidad y de sustancia, caracterizadas por su promesa fantasiosa de “hacer grande de nuevo a Estados Unidos”.

Los estadounidenses están legítimamente frustrados con nuestro gobierno disfuncional y nuestro sistema de dos partidos. Hay muchas causas para los problemas que nos plagan: demasiado partidismo; las denuncias exageradas de que nuestro sistema de financiación de campañas está en manos de gente con dinero; la falta de una educación cívica; la vulgaridad del discurso público.

Los medios –tanto los de entretenimiento como los noticiosos– también comparten la culpa. Los programas de radio y de TV por cable nos dividen, y muchos hemos participado en el carnaval en que se ha convertido el proceso electoral del 2016. Con demasiada frecuencia, los medios han dado más valor al entretenimiento que a los hechos. Trump ha aprovechado esas oportunidades.

Y le ha dado voz a la ira de muchos votantes y nos ha obligado a lidiar con ella. Se merece crédito por eso. Pero nada más.

Su repetida demonización de los mexicanos, los inmigrantes, las mujeres y los afroamericanos, entre otros, han llevado la retórica de campaña a un nadir. Sus palabras viles en ese video del 2005 no fueron una gran revelación, sino más de la misma historia sórdida Sus tratos comerciales han sido cuestionados; ha amenazado con abandonar a nuestros aliados al mismo tiempo que elogia a nuestros enemigos; ha alegado tener un plan secreto para derrotar a ISIS y se jacta de que él sabe más sobre ese grupo terrorista que los generales de Estados Unidos, insultando de paso a algunos prominentes veteranos militares y héroes de guerra. Ha parloteado sobre la tortura, el aborto y su propuesta prohibición contra los musulmanes; ha afirmado repetidas veces que obligará a México a pagar por un muro en la frontera.

Más preocupante es la amenaza que representa a nuestras libertades constitucionales. En tiempos normales, la Constitución no está en juego en una elección presidencial, pero este año es una temible aberración.

Trump, quien ha negado acceso a su campaña a algunos periodistas porque no le gusta lo que escriben, ha amenazado con cambiar las leyes de difamación para castigar a sus críticos. En el segundo debate, prometió que si sale presidente, enviará a Clinton, su oponente, a la cárcel. Solo un candidato con vocación de dictador pronunciaría esa amenaza con jactancia.

Las libertades religiosas también están asediadas. Trump ha atacado repetidas veces a los musulmanes; el mes pasado, dijo en broma que iba a excluir a personas que no son “cristianos conservadores” de una de sus concentraciones de campaña. Para cualquiera que crea en los principios de este país, eso no fue un chiste.

Ha incitado a sus partidarios a que vayan a los colegios electorales en “ciertos vecindarios” para asegurarse de que no pasen “cosas malas”. Es un aterrador recordatorio de que la intimidación contra los votantes es un mal que, increíblemente, aún debemos combatir en Estados Unidos en el siglo XXI.

Con ese horrible juicio, sus nombramientos a la Corte Suprema crearían un desastre para las generaciones venideras.

Trump no ha mostrado ni el deseo ni el potencial de crecimiento. Debemos añadir “superficial” a esa larga lista de puntos negativos. En los debates, reiteró que la campaña lo ha cambiado, supuestamente para bien. Pero titubeó cuando le preguntaron cómo las madres solteras y los obreros desempleados lo habían convertido en un hombre distinto. Sobre el video del 2005, se mostró contrito por un nanosegundo, y luego dijo, increíblemente, que nadie respetaba a las mujeres más que él. Entretanto, varias mujeres lo denunciaban por acoso sexual en el pasado. Cuando un afroamericano en el debate le preguntó si podía representar a todos los estadounidenses, el candidato asumió su postura insultante de que los barrios urbanos pobres son un desastre.

Este hombre tan superficial no puede representar a lo mejor de esta nación.

Hubiéramos preferido como candidato republicano al ex gobernador de la Florida Jeb Bush. Ni la familia Bush ni varios conservadores en el Congreso apoyaron a Trump, quien realmente no es un conservador, sino un populista que dice lo que un segmento de la población quiere oír, pero que no representa los ideales de su partido.

Quedamos impresionados con la imagen de Khizr Khan, un padre que se apareció con su ejemplar de la Constitución en la Convención Nacional Demócrata en julio. Preguntó si Trump la había leído. Imploramos a todos los estadounidenses que la lean o la relean para renovar el sentido de quiénes somos como nación. No somos lo que Trump quiere llevar a la Oficina Oval.
Clinton es acusada a menudo de ser sigilosa, lo cual es verdad hasta cierto punto. Pero ha vivido la mayor parte de su vida adulta ante los ojos del público. Tiene las cicatrices y los titulares que pueden probarlo. Ella podría ser la persona que más escrutinio ha sufrido en su vida pública. Sus defectos han sido expuestos una y otra vez durante años. Y aun así, sigue en pie, lo cual es un logro. A través de sus tribulaciones y sus triunfos, ha mostrado un nivel admirable de resistencia y de confianza en sí misma.

La suma de todos sus defectos es bien poco en comparación con la total falta de aptitud de Donald Trump para la presidencia. Los errores de ella son los errores de alguien que ha estado en la arena pública, luchando por políticas en las que ella cree y batallando contra los críticos a lo largo de toda su vida adulta.

Los errores de él son el producto de la autocomplacencia, la ausencia de contribuciones para el mejoramiento de la sociedad, y la falta de disciplina que ha mostrado durante toda su campaña. Creer que ambos son igualmente defectuosos es caer en una falsa equivalencia.

Y lo mismo, por partida doble, puede decirse de cualquiera en la Florida que esté pensando en “enviar un mensaje” por medio de votar por un candidato independiente. Votar por un candidato independiente significa arriesgarse a que el resto del electorado hará lo correcto. Eso funcionó muy bien en el 2000, ¿verdad? Este año, hay demasiado en juego para no votar o votar por un candidato sin probabilidades de ganar.

La prioridad principal de todo votante a quien le importe las normas de honestidad y de decencia, sin mencionar el futuro y la dirección de este país, es rechazar todo lo que representa Donald Trump. Trump no representa las posturas republicanas tradicionales, ni es un candidato típico del Partido Republicano, ni sustenta los valores conservadores sobre los cuales el partido de Lincoln basa su fortaleza. Por eso tantos republicanos decidieron retirarle su apoyo. Estados Unidos no necesita a un charlatán arrogante como Trump en la Oficina Oval. Necesita una mano firme en tiempos de peligro, una voz de compasión que siga políticas que ayuden, no que perjudiquen a los desposeídos; una líder capaz de reducir, o de curar, las divisiones de la nación.

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